Hace poco encontré por casualidad este cuento corto que escribí hace ya varios años. En esta historia, jugaba con esa pregunta existencial de ¿Qué hay después de toda esta función que es la vida tal y como la conocemos? y le doy una posible respuesta mientras describo la angustia que debe producir sentirse viejo, solo...
¿Quién
va?
Lo
que va , viene. Hoy las aspas pesan.
Una
muñeca de trapo con los dientes blancos, un duende cristal, los elefantes
porcelana en procesión y un viejecito que espera que la muerte le lleve con los
suyos. Esa mirada atrás le delata. Todo daba a la calle por el agujero de la
pared. La pared de esa casa, habitación del pasado, habitación del olvido.
El
vientre arrugado, el ombligo perdido. Piel abandonada. Tatuaje ignorado.
El
molino de tiempo da sus ultimas vueltas. Antaño, giró fuerte; hoy las aspas
pesan.
La
ventana entreabierta. Esa mezcla de aire nuevo y decrépito aliento. Inhóspito
silencio entre susurros del pasado. Voces que ya no oye, gente que ya no
está... Sólo está el sol y la luna y el
polvo con aire que sigue pasando por esa ventana. Ya no sale, ya no entra. Sólo
recuerda.
Siempre
le gustó pescar. En la mesa hay libros de pesca llenos de polvo. Son libros
disecados. Siempre le gustó pescar y nunca pudo pescar. Pero el suelo está
lleno de libros de pesca.
En su rostro de pergamino, de mirada
triste, nostálgica, aparece escrita la lección que la vida le enseñó. "El
precio del tiempo, lo pone uno mismo", se repetía a él mismo, mientras
movía los labios en un susurro. Un niño
con un helado de cucurucho lo mira por la ventana. Hace calor y el
chocolate cae por su mano y mancha sus zapatillas y su camiseta en la que
aparece un pescador. La mancha de chocolate tiene forma de pez. Un pez enorme y
marrón. Después de una chupada muy sonora, el niño le pregunta.... abuelo...
¿Por que compraste el tiempo tan caro?. El viejo lo mira. El viejo no tiene
nietos. El viejo no tiene nada, salvo un pasado. La música de los Stones suena.
No
siempre fue así. El quería ser pescador. Lo vio escrito en un barco a través de
una botella de cristal. Se imaginaba dentro. Ese mundo, dentro de la
botella, era suyo. Ahí el tiempo pasaba, pero era gratis. Se perdía esa dimensión que tenemos fuera de
la botella, en la cual el tiempo que va
pasando solo sirve para decir “Joder, ya
no tendré oportunidad de....” .
Dentro
de la botella sus amigos no se iban sin poder decir siquiera “amigo, la muerte
viene y me acompaña a su infinita morada”. ¿Cómo podrá caber tanta gente en la
casa de la muerte?. Siempre entrando gente, y nadie sale. Se debe estar cómodo
allí, pensaba el viejo. Y se imaginaba a su compañero de dominó en la
habitación 514, y a sus compañeros de tragos en la 515 y 516 y a Pili en la
última del pasillo. Y hacía planes de pesca con ellos y pescaban el atún más
grande, y pescaban 15 botas, y se le oía salir de la última habitación del
pasillo en mitad de la noche. Sí, el viejo parecía tenerlo claro. Hoy rompería
las aspas de su molino. Demasiado tiempo esperando a que se paren.
En
la mesa de la cocina había tres botellas. El ácido olor de la leche cortada se
mezclaba con el olor a estofado recién cocinado que venía de la derecha, con el olor a compota de manzana que
venia de la izquierda y con el olor a sexo que venia de la sala–X de detrás. A
él siempre le fascinó el aroma que venia del frente, el que se colaba por esa
ventana entreabierta. Venía de una isla lejana, inalterado a pesar de su
lejanía. Aroma a piratas, a tortugas y tiburones, a palmeras con bolas de
cañón, a galeones con cocos, a capitán Garfio, a ron....
Si
no hubiera existido la figura del pescador hubiera querido ser pirata.
Si,
se decía a si mismo el viejo, cuando me aloje en la casa de la muerte, pediré a
mi anfitriona un parche y me haré pirata de barco fantasma. Al fin y al cabo,
ya era un fantasma, vivo, pero un fantasma.
El gas seguía saliendo por los quemadores de
la cocina, pasaba por entre las tres botellas de leche caduca e inundaba la
sala, despacio pero constante, sin pausas. El viejo cada vez parpadeaba menos,
sus ojos cada vez más vítreos y una sonrisa que nacía en su boca. Ya veía la
sombra de la muerte a lo lejos. La niebla o el humo o quizá era el gas, le
impedía distinguirla bien. Era una mujer o ¿era un hombre?. Tenía un rostro
neutro, de adolescente. Siempre imaginó que la muerte era un ente anciano, casi
consumido.
- ¿Quién
eres? preguntó el viejo.
- “Soy
quien llamaste”
- No,
yo llamé a tu abuelo
- La
muerte no muere, ni se reproduce, no lo necesita. Está muerta.
- Entonces,
llévame ya contigo. Ya cogí el cepillo de dientes.
Nunca
pensó que el mundo de la muerte se encontraba al otro lado del espejo. Frente a
un vivo hay siempre un muerto. Se llega sin mediar un paso. La actividad es
frenética. Continuamente pasa algo.
Todavía
le quedaba por aprender el verdadero misterio de la muerte, aquel que todos
ansiamos conocer, pero sin pagar por ello el precio de morir.
Bien,
señores, pues está claro ... lo que ocurre al otro lado del espejo es que un
muerto , muere cuando nace. Y entonces dijo el viejo...Realmente, ¿quién de los
dos lados del espejo está realmente muerto? ¿Quién puede negar que un bebé que
nace no deja un hueco en otro sitio? Puede que la sonrisa que aparece en el
rostro de una nueva madre, se la esté hurtando a otra que pierde a su hijo en
un trágico accidente.
El
viejo nunca se imaginó que el sueño del gas le llevaría al mayor dolor que le
podía invadir, el círculo, el agobio del no fin, del ser siempre . Ya no quiere
ser pescador, ni jugar al dominó. Ahora quiere volver a la ignorancia de antes,
a la limitación del no saber la respuesta al gran misterio. Pero las hojas del
otoño ya pasaron por encima de su tumba, allá en el cementerio, allá en el otro
lado del espejo.
El
niño del cucurucho lo sabe. Es verdad, el no era su nieto. El abuelo no los
tenía. El niño del helado se había anticipado a su tiempo. Los dos lados del
espejo se habían encontrado. El viejo habita en el niño, pero no lo sabe.
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